Rey del Dolor

jueves, 3 de marzo de 2011

El pequeño Billy


Billy era un chaval pecoso de trece años aunque aparentaba tener menos edad. Billy era un chico muy introvertido y solitario que se ocultaba bajo su propio mundo sin tener contacto con otros chicos de su edad, siempre se le veía caminar solo, siempre se le veía sin compañía.

Vivía en una pequeña granja a las afueras del pueblo junto a su severo y borracho padre y su hermano mayor Brat con quien tampoco tenía una estrecha relación.

En esa casa, su padre siempre le pegaba sin razón aparente, siempre se metía con él y Billy aguantaba todo aquello y se acordaba de su madre, que está huyo de aquel apesadumbrado hogar y todas las palizas que le daba su marido.

Su madre les abandonó cuando Billy apenas tenía nueve años. Huyo cuando pudo con el mejor amigo de su marido olvidándose de sus hijos, acto que Billy nunca se lo perdonaría, él también quería huir de ese maldito hogar.

En la granja ambos hermanos ayudaban a su padre hacer las tareas de la casa y a cuidar de los animales. Por la mañana iban a la escuela y por las tardes daban de comer y limpiaban a todos los animales de la granja.

Pero un día, temprano en una apagada mañana, Billy no podía dormir y dando vueltas en su estrecha cama escuchaba como su hermano Brat no cesaba de roncar en la litera de arriba. Harto de no poder conciliar el sueño, se vistió y salió de la habitación. Bajo a la cocina y allí con cierta inquietud tomó un café bien cargado y cogió prestado, no sin miedo a las represarías, el rifle de su hermano que estaba junto a la puerta. Se abrigo y salió de la casa en dirección hacia las montañas, no sabía que iba hacer pero el solo quería, aunque fuera un rato, salir de ese infierno que era su vida.

Con el rifle sobre sus hombros y con un paso muy decidido, no tardo en llegar a su destino y allí se sentó en una pequeña y fría piedra situada bajo un gran árbol ubicado sobre una pequeña colina cerca del río.

Apenas el sol aparecía entre las montañas que sin tiempo para preparar el arma, vio un jinete solitario cabalgar sobre un caballo negro entre las montañas. Sin pensar, encañono el rifle de su hermano para su puntería practicar con cuidado pero el rifle se le disparo entre las manos, el seguro no estaba echado.

El disparo resonó por todos los campos, el caballo negro siguió cabalgando pero el jinete sobre el gélido camino cayó desplomado y muerto yacía sobre el charco de sangre que la bala le hizo en su corazón.

Billy bajo su pecosa cabeza, un escalofrío recorrió todo su cuerpo y echo a correr lo más rápido que sus piernas podían permitirle. Mientras corría las lágrimas recorrían su pecoso rostro, sabía que algo malo había hecho, tal vez no tendría arreglo y por ello quiso despertar de este mal sueño intentando gritar al frío viento de las montañas, pero este quedó indolente ante la desesperación de Billy.

Sin pensarlo demasiado, el rifle de su hermano Brat fue a parar al río. Vio como lentamente se hundía al fondo creyendo que su problema también se sepultaba bajo las mismas aguas. Desde allí siguió corriendo con el desespero como compañera hacia las marismas para no ser descubierto.

Allí todos los demonios invadían su cabeza, creía que nunca sería descubierto y por la noche huiría donde nadie podría encontrarle. Pero fue inútil, el ruido del disparo se oyó por todo el pueblo, y al cabo de unas pocas horas era encontrado agazapado y muerto de miedo, llorando junto a las marismas pidiendo el perdón de Dios.

El sheriff y sus hombres le cogieron y al cuartel se lo llevaron. Allí, en una pequeña y húmeda celda lo metieron a la espera de ser juzgado. No hablo con nadie, ni siquiera su familia fue a visitarle, solo se veía ante la desgracia.

A los pocos días, al juzgado del pueblo se lo llevaron y allí delante del juez este le pregunto que le paso por la cabeza para hacer esto, Billy contesto –“Sentí en mí un poder que nunca había tenido antes, era el poder de la muerte sobre la vida. He hecho a sus hijos huérfanos y a su mujer viuda, les pido perdón por lo que hice, debería estar muerto”- .

El jurado habló, el pueblo sentenció. La pena de Billy sería morir colgado al alba en el árbol de los penitentes en la plaza central del pueblo. No hubo clemencia por parte de nadie, su familia no lloró por él. Billy sabía que su momento se aproximaba y solo los rezos a Dios le aliviaban de su agonía.

Una mañana muy temprano con tiempo y ganas para matar, Billy vio el patíbulo desde la pequeña ventana de su celda, arriba hacia las montañas, en la misma colina donde él con el rifle de su hermano disparo al jinete. Y en la distancia, la mente, tal vez, le hizo una mala jugada y vio a un solitario jinete en un caballo negro cruzar la llanura. El jinete hacía él cabalgo y cuando llego donde Billy estaba le dijo –“he venido a buscarte por lo que has hecho. Cabalgaremos juntos hasta que se haga la voluntad de Dios.”-

Billy encerrado en su pequeña y húmeda celda rezó por la piedad de Dios pues pronto estaría muerto por la sentencia que el jurado hizo al finalizar el juicio.

Nunca recibió palabras de desaliento, nunca recibió el abrazo paterno del consuelo. Señalado como asesino, todo fue por un error.

En esa álgida mañana le pusieron la soga en su frágil cuello, las lágrimas de miedo caían sobre su pecoso e infantil rostro. Con la mirada perdida sólo podía oír a la gente hambrienta de su sangre. Cerró los ojos y pidió perdón al aire. Mientras la muerte le aguardaba, leves susurros se deslizaban por su oído –“No te preocupes, a partir de ahora conmigo cabalgarás por las montañas, será durante mucho tiempo, será por la vida eterna, penitencia que debes pagar por haberme quitado la vida”-.

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